Sobre la nueva ley de alquileres: promesas, objeciones y algunas cuestiones conexas

Sobre la nueva ley de alquileres: promesas, objeciones y algunas cuestiones conexas

 

Introducción

Hace algunos días, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires sancionó por abrumadora mayoría una ley que, entre otras cosas, modifica la 2.340 (que crea y reglamenta el Colegio Único de Corredores Inmobiliarios de la CABA), siendo presentada y festejada como una suerte de victoria de David contra Goliat, ante una sociedad que reaccionó dividida por sectores con algarabía, confusión o indignación.

Con el trasfondo de la grave crisis habitacional que atraviesa la Ciudad, conviene analizar si apresurarse a promulgar normas de este tipo resolvería al menos las cuestiones urgentes, o si es otro caso en que “los árboles impiden ver el bosque”. Veamos:

 

La ley

¿Cuáles son las bondades de las que presume la norma? Su punto insignia es la modificación del art. 11 inc. 2 de la ley 2.340, vedando de forma absoluta que la inmobiliaria cobre parte o el total de su comisión al inquilino. Asimismo, crea al menos 15 oficinas de atención al público (un mínimo de una por comuna), donde se ofrece el servicio de certificación de firmas con carácter gratuito únicamente para locatarios y garantes. Obliga al Registro de la Propiedad Inmueble a expedir informes de dominio sin costo, previa acreditación de que a) la persona es potencial locatario y b) planea destinar el inmueble a vivienda.

Además crea un sistema de “Pago Asegurado” por el que el Estado oficiará de garante de los empleados públicos, obligando al Ejecutivo de la CABA a emprender gestiones con el Estado Nacional para que el sistema se extienda a los empleados públicos nacionales que vivan en la Ciudad y a “implementar un sistema” (no indica cuál, asumimos que del mismo tenor al de la ley) para trabajadores no registrados, monotributistas, cuentapropiestas y “todo aquel… que no tenga un recibo de sueldo”.

Finalmente, crea un extensísimo listado de “conductas discriminatorias” posibles en que puede incurrir el locador al momento de decidir si desea contratar, delegando en una Comisión ad-hoc la misión de investigar una serie de propuestas que la ley enumera.

 

Su alcance

La profunda confusión reinante respecto a la extensión de la ley es imputable a dos actores, con distintos grados de responsabilidad.

El primero de ellos es el periodismo, que por ignorancia, excesivo ímpetu o licencia artística -si se acepta que los profesionales de la información puedan darse ese lujo- ha nacionalizado una ley que rige única y exclusivamente en el ámbito de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Nada ha cambiado para el resto de las provincias, que siguen rigiéndose por su propia normativa y por el derecho común, es decir, la ley 23.091 y los aspectos subsistentes de la ley 21.342.

Esta última y sencilla distinción pasó desapercibida para el segundo de los actores que, de modo bastante más preocupante, resulta ser la Legislatura de la CABA. Cuando la reforma constitucional de 1994 reconoció la autonomía de la Ciudad y la equiparó en facultades al resto de las provincias, invistió a aquella -en lo esencial- con las mismas atribuciones y limitaciones de éstas. Ello significa constitucionalmente que su potencial legislativo está ubicado -por usar términos inmobiliarios- entre el “piso” del art. 121 (“Las provincias conservan todo el poder no delegado…”) y el “techo” del art. 75 inc. 12, que faculta al Congreso de la Nación a dictar el derecho común para todas las provincias, así como por su rol adicional de municipio.

Por ello resulta fácilmente objetable, desde lo jurídico, que una legislatura provincial se dedique a legislar materias reservadas al Código Civil y Comercial de la Nación y demás legislación nacional. Me refiero aquí a aspectos puntuales de la ley como: las restricciones al contrato de corretaje (contemplado en los arts. 1345 y subsiguientes del Código), certificaciones de firmas por empleados a los que la ley (al menos hasta su reglamentación) no exige ser profesionales del Derecho, o la extensión de las “conductas discriminatorias” tipificadas por la ley 23.592.

Se trata de una extralimitación que indudablemente devendrá en profusa litigiosidad.

 

Expectativas económicas y realidad

En primer lugar, resulta criticable -y risible- la ingenua esperanza de que el texto de la ley, paradigma de deficiencias en técnica legislativa y sentido común, vaya a surtir los efectos deseados por pura fuerza de las palabras utilizadas y las buenas intenciones con que fue concebida. El Derecho no es formador absoluto de las realidades que se legislan, ni estas tienen entidad tal de privar al Derecho de su función rectificadora. Su rol se halla entre ambos extremos: para que la ley produzca los efectos deseados ha de retroalimentarse con los factores de la realidad.

Es en dicho marco que ha de contemplarse el punto principal de la ley que motiva este comentario, pues la mera declaración por el legislador de que ninguna inmobiliaria va a percibir su comisión del locatario ignora las nociones más fundamentales de la economía de mercado y resultará inefectiva en el mejor de los casos o dañina en el peor. Igual que cuando se imponen leyes de precios mínimos o máximos, o se subsidia determinada actividad, o se impone otro tipo de regulación, el mercado no se mantiene estático sino que reacciona con mayor o menor vehemencia.

En este caso en particular, la solución para burlar el interés procurado por la ley es muy sencilla: los propietarios van a aumentar los precios para trasladar silenciosamente el costo extra al canon locativo que abonará el locatario cada mes, o bien cobrarán un mes de depósito por año de contrato como los autoriza el Código Civil y Comercial (art. 1196) y con ese dinero abonarán la carga que ahora les impone la ley.

Resulta difícil ver cómo podría redundar esta situación en una mejora del acceso a la vivienda o en ostensibles facilidades para los inquilino, que justifiquen al menos desde el aspecto práctico la extralimitación en lo jurídico. Recordemos en ese sentido que cualquier reclamo judicial por el locatario tendrá a) un costo en honorarios, gastos, etc. y b) un formidable obstáculo en el art. 1351 del Código Civil y Comercial, que expresamente establece que “si sólo interviene un corredor, todas las partes le deben comisión, excepto pacto en contrario o protesta de una de las partes según el artículo 1346.“, siendo difícil que el intento de derogación por una legislatura provincial supere la prueba constitucional.

Por lo tanto, resulta ineludible la conclusión de que las tentativas estatales de saltearse las causas reales de un problema que no entiende ni pretende entender, jugando en su lugar a manipular el mercado, están destinadas al fracaso. El legislador no puede lograr lo que quiere sin antes resolver lo que debe; si jamás ha coordinado con el Estado Nacional una política de distribución territorial inteligente de industrias y -fundamentalmente- de población, no puede mostrarse sinceramente sorprendido cuando el problema de millones de personas agolpadas en un solo lugar no se resuelve con soluciones cortoplacistas.

No obstante, y aun suponiendo que la solución que la ley contempla fuere la adecuada, se aprecia una abrumadora desconexión entre fines (“bajar costos para la parte débil”) y medios, toda vez que la apertura de quince o más oficinas estatales tiene un costo que necesariamente ha de trasladarse a los impuestos que el ciudadano paga.  Podría argumentarse que, distribuído en el total de contribuyentes, se trata de una inversión menor. Observemos, no obstante, que si se van a certificar firmas de forma “gratuita” (eufemismo para decir que el gasto lo soportan todos los habitantes de la CABA) y se va brindar asesoramiento sobre contratos de locación, es de toda lógica asumir que la Ciudad incorporará al menos 15 abogados. Probablemente más.

Y por si quedaba alguna duda de que el costo de la iniciativa va a recaer realmente en la parte más débil, la ley prevé que la CABA supla el rol de garante de los contratos de alquiler, tanto para sus empleados públicos como para -eventualmente- todo aquel que no posea un recibo de sueldo. Tres consecuencias se pueden esperar de esto: 1) que el exorbitante costo se traslade a los impuestos, que ahogan siempre en primer lugar a las clases menos favorecidas restringiendo su capacidad de ahorro; 2) inseguridad jurídica, puesto que el Estado tiene dudosa reputación como deudor; y 3) florecimiento de la llamada “industria del juicio”, criticada recientemente por el Presidente de la Nación.

Finalmente, se crea una “Comisión Especial sobre Locaciones Urbanas” para debatir nuevas propuestas, como gravámenes adicionales a las propiedades ociosas e inmuebles públicos destinados a “alquiler social” (eufemismo para evitar la palabra”subsidiado”), entre otras.

Con la excusa de privar a las inmobiliarias de un beneficio que caprichosamente se reputa indebido, se ha logrado configurar un panorama que deja en condiciones todavía peores a la de por sí alicaída situación habitacional en la Ciudad. Es forzoso comprender, entonces, que no existen respuestas rápidas y efectistas capaces de reemplazar a un plan a largo plazo que aborde esta problemática desde sus raíces.

 

Estado generoso” y libertad

Haciendo a un lado el análisis económico, corresponde hacer una somera reseña sobre el papel del legislador al dirimir estas cuestiones. Y es que, por alguna razón, se ha instalado en nuestra cultura la idea de que el Estado existe para “dar derechos”, como si hubiese un lugar donde se guarda todo lo que posee algun valor en este mundo y fuera cuestión de que la autoridad de turno decida, simplemente, a quién y en qué cantidad concedérselo. Esta ideología niega la responsabilidad individual por las circunstancias de la propia vida y ve con malos ojos el éxito ajeno, atribuyéndolo a un desequilibrio en que a uno se le dio más y a otro menos.

Si bien no se puede considerar zanjada la cuestión en el terreno de la ciencia política, sí se puede -en cambio- extrapolar la concepción del Estado en que se basa nuestra Carta Magna. En primer lugar, observamos que se invoca a Dios en el preámbulo como “fuente de toda razón y justicia”, lo cual permite presumir cierta idea de que hay derechos inherentes al ser humano que existen con prescindencia de lo que la autoridad decida hacer con ellos, tanto cuando los reconozca como cuando los desconozca.

Uno de estos derechos fundamentales, presente ya en el texto originario de la Constitución, es el derecho a la propiedad privada. El art. 14 reconoce el derecho a usar y disponer de ella y el art. 17 afirma que “…es inviolable, y ningún habitante de la Nación puede ser privado de ella, sino en virtud de sentencia fundada en ley“. Otro derecho fundamental es el “de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar“(art. 14), que se extiende tanto a extranjeros (art. 20) como al Estado respecto a otros Estados (27 y 75 inc. 13).

Tan celoso apego a la libertad para gestionar los propios medios de vida se presenta como uno de los pilares indiscutibles de nuestro sistema. No es total, en el sentido de que reconoce limitaciones en función a su rol social (el art. 42, por ejemplo, contempla el Derecho del Consumidor) y por las leyes que reglamenten su ejercicio (art. 14). Lo que sí puede afirmarse es que se establece un principio en favor de la libre iniciativa privada y de la libre disposición de la propiedad, que aun en su atenuación legislativa “no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio” (art. 28).

En ese contexto, resulta profundamente desalentador que con tan amplio consenso se aprueben leyes que desconocen y desnaturalizan el sistema que los constituyentes idearon para nuestro país, especialmente en la Ciudad de Buenos Aires que posee una Constitución con previsiones en igual sentido que las citadas (arts. 10, 11, 12 inc. 5, etc.). Leyes como la que aquí se estudia invierten el principio rector, puesto que establecen una compleja telaraña de regulaciones que el actor privado debe sortear para poder ejercer el comercio, pudiendo contratar o disponer de su propiedad si y solo si previamente ha obtenido el visto bueno de la autoridad, quien se eleva entonces como quien posibilitó el intecambio. El Estado parecería así convertirse en quien “da” todo lo que el ciudadano se ha esforzado por conseguir, cuando en realidad es exactamente al revés.

La ley sanciondada por la Legislatura es fiel producto de dicha matriz: el comerciante se encuentra con que solo puede contratar en la forma preestablecida por el Estado, para lo cual previamente se pagan impuestos que sostienen el sistema orientador de la persona próxima a contratar (…), que a su vez paga más impuestos para que quien no está en condiciones de contratar contrate con el propietario, quien en última instancia tributa para subsidiar a otros para que alquilen su propiedad (…), quienes si por remota casualidad logran triunfar a pesar de la presión impositiva y volverse propietarios, quedarán convertidos ipso facto en “parte fuerte” de la relación, con los problemas que ello conlleva. ¿Acaso no suena a que semejantes reglas del juego conspiran contra la posibilidad de que los propietarios estén dispuestos a contratar libremente con potenciales locatarios?  

Pues precisamente ese ha sido el entuerto de los legisladores, que diseñaron una curiosa solución: hacia el final de la ley se agregó el -a mi juicio burdamente inconstitucional- artículo 7, que expande irracionalmente los supuestos de discriminación de la ley 23.592 para que la restricción de alquilar a cualquier persona sea siempre discriminatoria. Entre ellos encontramos -por ejemplo- “identidad de género y su expresión” (¿cómo se supone que el locador descifre cómo ha decidido identificarse el potencial locatario ese día?), “aspecto físico” (¿acaso alguien conoce a un locador que rechace dinero contante y sonante porque no le gustó la cara del locatario?) y, el supuesto más insólito de todos, “situación socioeconómica”. El punto de contratar a cambio de dinero es que la contraparte pueda pagar, ¿quién contrata de buena gana con un insolvente?

Todo ello con la consideración adicional de que, aun ignorando los casos más extremos, es profundamente inmoral que el Estado se tome la atribución de dictar lo que uno debe hacer con el fruto de su esfuerzo, haciendo abuso del monopolio de la fuerza y pretendiendo tapar una necesidad con una injusticia.

 

Conclusión final

De este modesto análisis se desprende que más intervención estatal en el corto plazo hará poco y nada por resolver la necesidad de vivienda existente. La verdadera solución está en manos del Estado, sí, pero ha de buscarse con -y no a costa de- los particulares, dentro del sistema constitucional, elaborando estrategias a largo plazo basadas en una planificación inteligente que tome en cuenta los recursos de cada provincia, la población con la que se cuenta para desarrollarlos, las áreas que requieren urgente atención por su desmedido incremento poblacional, etc.

Felizmente, en tiempos recientes se han dado algunos pasos en ese sentido, facilitando créditos para la vivienda a lo largo y ancho del país (donde los precios son, en general, menores a los de la Capital Federal) y apuntalando el desarrollo de las industrias regionales. Esperemos, por el bien de nuestro país, que se multipliquen tales iniciativas y se aliente a la ciudadanía a buscar su suerte por fuera de las grandes concentraciones urbanas.

dr. Mariano Nieto

0 Comentarios

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*